Llego a mi destino poco antes de las once de la noche. Es lo que tiene volar con compañías de bajo coste, que vas y vienes a horas intempestivas e inviertes en desplazamientos lo que te has ahorrado en billetes, o incluso más. Pero esta vez es diferente, para mi sorpresa el pequeño aeropuerto está en las afueras de la misma ciudad, pegado al casco urbano, de manera que podría ir al hotel a pie. Pero no me apetece andar de noche en una ciudad que no conozco, así que me subo a un taxi del que me bajo al cabo de diez minutos escasos.
He dicho hotel, ¿verdad? Quería decir monasterio, porque en realidad me alojo en un edificio religioso del siglo XIV reconvertido en un hotel gay friendly, para más inri. De entrada, el chico de Recepción sí que me parece muy gay friendly, y eso ya es un buen comienzo.
-Buenas noches. La estábamos esperando. Si le parece bien, le hemos preparado la celda LezDreams, completamente exenta de decoración y con excelentes vistas al claustro. Antiguamente era la celda de la Madre Superiora del convento, y hemos tratado de conservarla tal como ella la dejó.
-Me parece estupendo. ¿A qué hora se sirve el desayuno?
-Entre las siete y las diez de la mañana, en el Refectorio Lila.
-Muy bien, buenas noches.
-Que descanse.
Para llegar a mi celda tengo que cruzar el impresionante claustro, completamente desierto a estas horas de la noche, subir al primer piso y caminar a lo largo de un pasillo que se me hace interminable. Detrás de la puerta con el cartelito LezDreams me encuentro con una habitación de paredes blancas y techo alto, altísimo, del que cuelga una bombilla desnuda, con una cama doble en el centro, una mesilla de noche a cada lado y una ventana que da al claustro. El baño es igual de austero pero tiene todo lo necesario. Estoy molida y necesito dormir, pero antes quiero llamar a casa.
-Hola, ¿estabas dormida?
-No, esperaba tu llamada. ¿Has llegado bien?
-Sí, y el hotel-monasterio no está mal. ¿Y sabes qué?, me han dado la celda de la Madre Superiora.
-Uf, qué morbo, ¿no? ¿Hay juguetitos esparcidos por ahí?
-Me parece que has visto demasiadas películas para adultos últimamente. Aquí no hay juguetes ni nada que se le parezca.
-Oye, si te topas por ahí con alguna monja y está de buen ver, por mí adelante, disfruta de la vida, que son cuatro días. Pero, eso sí, después me lo cuentas todo al detalle.
-Estás como una cabra, cariño, pero te quiero. Buenas noches.
-Buenas noches. Llámame mañana antes de subir al avión de vuelta.
Al meterme en la cama me doy cuenta de lo acostumbrada que estoy a dormir en pareja, porque sin pensarlo siquiera me echo en el lado izquierdo, mi lado de siempre, en lugar de ocupar todo el espacio de que dispongo aun a sabiendas de que esta noche nadie dormirá a mi derecha.
¿Me lo ha parecido o alguien ha llamado a la puerta? ¿Qué hora es? ¿Las tres? Nadie puede llamar a estas horas de la madrugada… ¿O sí? Acabo de oír otra vez dos toques muy suaves. Salto de la cama y me acerco a la puerta, medio dormida. Al preguntar si hay alguien al otro lado me responde una voz de mujer que no sabría definir, ni suave ni dura, ni grave ni fina.
-Son las tres. Llamada a Laudes.
¿Cómo?
-Abre, vengo a auxiliarte en tus rezos de Maitines.
No consigo entender de qué va la historia, así que decido abrir la puerta y me encuentro con una chica más o menos de mi edad, vestida de negro de pies a cabeza, con la capucha del jersey puesta, botas paramilitares y un piercing en la ceja izquierda. Total, que no sé si ha venido a verme Lisbeth Salander o una de las hijas de Zapatero.
-¿Quién eres? -pregunto en un tono seco y poco amigable.
-Para ti soy Sor Bette, pero no te dejaré lamerme aunque te mueras de ganas. Esto me gusta tan poco como a ti. Por suerte hay pocas huéspedes, así que terminaré pronto y luego me iré por ahí. Vamos, colócate.
Mientras hablaba, ha entrado en la habitación sin que yo la invitara a pasar. Estoy empezando a hartarme.
-¿Que me coloque? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Y para qué?
-Sí. Arrodillada junto a la cama. Porque vamos a rezar. Para respetar la regla de nuestra orden. Todas las que os alojáis aquí debéis hacerlo una vez al mes, como manda toda buena regla.
-Mira, no sé si echarte a patadas yo misma o llamar a Recepción. ¿Tú qué prefieres?
-Si llego tarde por tu culpa a mi cita en el after seré yo quien te pateará el culo. Así que, arrodíllate de una puta vez y reza conmigo. Sólo será un minuto. Y no te molestes en resistirte porque sería inútil.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo vas a obligarme a rezar, si puede saberse?
-Así.
Al señalarme con el dedo índice de su mano izquierda, caigo de rodillas como un saco de patatas. No sé cómo lo ha hecho, pero soy incapaz de levantarme ni de dominar mi cuerpo. Me duelen las dos rótulas.
-Bien, ahora que ya estás en posición, junta las manos y sígueme en el rezo. Oremos.
Las dos, una a cada lado de la cama, empezamos a recitar la oración frase por frase, primero ella y después yo. No me reconozco, no soy yo, vivo sin vivir en mí, es ella quien doblega mi voluntad para utilizar mi cuerpo y mi mente como le viene en gana. Estoy mojada.
A ver, María
Safo te salve, lesbiana, llena eres de gracias,
(¡de nada!)
la señora es contigo.
Aunque maldita tú eres entre todas las mujeres,
bendito es el fruto de tu sexo, ¡Dios!
Safo de Lesbos, Madre de todas,
nadie ruega por nosotras, pecadoras,
ni ahora ni en la hora de nuestra muerte.
Vaivén.
-¿Lo ves?, ya está, no ha sido tan difícil. Ahora, échate en la cama y sigue durmiendo. Cuando cuente hasta tres volverás a ser dueña de ti. Uno, dos… Aunque, pensándolo bien…
Los primeros rayos de sol entran por la ventana y me dan de lleno en los ojos. Intento abrirlos pero siento que me pesan los párpados como dos losas de mármol del bueno. Cuando por fin consigo realizar la maniobra me doy cuenta de tres cosas: a) el día apenas empieza a clarear; b) la cama está revuelta, más que eso, está completamente deshecha; y c) estoy desnuda, y no lo entiendo, porque recuerdo perfectamente haberme puesto el pijama que ahora está en el suelo.
Al entrar en la ducha me veo dos moratones, uno en cada rodilla, y entonces recuerdo vagamente la imagen de una monja gótica obligándome a rezar. ¿Estoy mojada? No, es la regla. Maldita sea, pero si no tocaba todavía… ¡Y qué cansancio!… No puedo con mi alma. A ver si soy capaz de bajar a desayunar y recobro las fuerzas.
Cruzo otra vez el claustro, pero esta vez de día, para llegar al Refectorio Lila, una sala rectangular de estilo gótico con bóveda de crucería llena de mesas dispuestas para los huéspedes. En uno de los extremos hay un mostrador con toda la oferta del desayuno bufet. Me llevo un par de tostadas, un poco de embutido, margarina, mermelada, un huevo duro, un yogur con cereales y un kiwi y me siento en una de las mesas del otro extremo de la nave, lejos de los pocos turistas que están desayunando a esta hora.
Al sentarme veo que se acerca una camarera con una taza en una mano y una jarra con café en la otra. Lleva un uniforme negro y botas paramilitares, también negras. Adivino su nombre escrito en la tarjeta credencial plastificada que cuelga del bolsillo de su blusa, pero no puedo leerlo hasta que llega a mi mesa: Bette. Reconozco ese piercing, no es el único que lleva pero sí el único visible. No puedo moverme ni hablar, pero ella sí, ella se mueve muy cerca de mí con precisión y lentitud felinas, como anoche, apoyando su mano en mi hombro mientras vierte café en la taza y rozándome con sus labios para convencerme con un susurro de que no fue un sueño.
-Me enloquece tu vaivén. ¿Volverás?
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