Siempre he sido de las que se abstraen a la mínima ocasión. Recuerdo que cuando era niña y caminaba por la calle de la mano de mi madre, me soltaba de improviso para correr hasta el cristal de los escaparates de las tiendas de ropa y allí me quedaba, absorta, mirando las maniquís. En aquellos días, las maniquís me fascinaban por encima de todas las cosas, tan bien puestas, impecablemente vestidas, guapas, impersonales y frías, altivas, perfectas. Me parecían habitantes de un planeta desconocido, mucho más avanzado, que se dedicaban a vigilarnos a nosotros, los humanos, desde las tiendas de moda de todas las ciudades de la Tierra. Por eso, al pasar por delante de una boutique y creerme atentamente observada, una de dos, o trataba de comportarme como una mujer tan adulta y sofisticada como aquellas modelos inmóviles, o corría hacia ellas y me quedaba un rato mirándolas, como hipnotizada, tratando de descubrir el más mínimo movimiento o atisbo de vida que se les pudiera escapar. Pero al cabo de nada venía mi madre tras de mí y me despegaba de la inmensa luna, devolviéndome a la Tierra de un zarpazo y gritándome que hiciera el favor de no escaparme de su lado de aquella manera tan inesperada, porque si no, algún día tendríamos un disgusto.
Que yo recuerde, mi madre no tuvo nunca ningún disgusto por culpa de mi afición a mirar maniquís. Yo, en cambio, llegaba a casa profundamente disgustada cada vez que ella me impedía contemplar, extasiada, el objeto de mi adoración. Tendría alrededor de cuatro años, y un día, después de otra violenta incursión de mi madre justo cuando estaba a punto de ver parpadear a la maniquí de la lencería de la esquina, con sus medias de rejilla y su collar de perlas cultivadas, juré que de mayor descubriría toda la verdad sobre las modelos extraterrestres.
Pero ocurrió que, hacia los doce años, dejé de admirar maniquís. Sencillamente, empezaron a interesarme más las mujeres de carne y hueso. El problema es que también me quedaba mirándolas fijamente, empezando por mi abuela, que se pasaba las tardes cosiendo al lado de su vieja radio, y acabando por mis compañeras de clase, pasando por toda mujer que se cruzara en mi camino, fuera cual fuera su edad, aspecto y condición. “¿Qué miras, niña?”, -solía preguntarme mi abuela cada vez que levantaba la vista de su labor y me veía de pie en medio del pasillo, observándola embobada. A veces, tardaba en contestarle porque no era capaz de oírla, solamente la miraba fijamente, y cuando me hablaba veía su boca moverse, pero no oía su voz, mis cinco sentidos se concentraban en uno solo, la vista, todos los demás estaban desconectados.
En el instituto lo pasé mal, ya se sabe, la edad difícil, los pájaros en la cabeza, los granos en la cara, el descubrimiento del otro sexo… Aunque yo no mostraba ningún interés en descubrir a los chicos de mi clase, la mayoría me parecían muy básicos, demasiado terrenales, sentía que no tenían nada que ofrecerme, no captaban ni un ápice de mi atención. Mi indiferencia hacia ellos era tal que, al final de cada curso, apenas sabía quiénes habían compartido el aula conmigo, pero, en cambio, era capaz de recitar de carretilla, por orden alfabético, los nombres de todas las chicas, con sus apellidos, describiendo su color de pelo y el de sus ojos. Claro, las había estado observando concienzudamente durante meses. “¿Y tú, qué coño estás mirando?”, -me gritó una en el gimnasio una tarde, mientras nos cambiábamos de ropa después de un partido de voleibol, y añadió -“para mí que, o eres miope, o eres bollera”. Las demás se rieron, y yo, sin decir nada, terminé de cambiarme a toda prisa, procurando mirar al suelo.
La universidad no me trató mucho mejor. A los pocos novios que me eché, los dejé por aburrimiento, y las pocas novias que tuve me dejaron porque decían que las miraba demasiado y que se sentían intimidadas. Al final, harta de tanto dejar y ser dejada, opté por seguir mi camino por libre, a mi aire, sin estar pendiente de nadie.
Y así hasta hoy, que parece un día normal, aunque no lo sea en absoluto. Por mi trabajo como fotógrafa de prensa, me envían al Salón de Lencería de Barcelona. Llego, desenfundo mi cámara y me preparo, esperando los desfiles. Enseguida salen las modelos a la pasarela, una tras otra, y yo les hago fotos, orgullosa de haber hecho profesión de mi obsesión por mirar. Todo va bien hasta el tercer pase, en el que no puedo dejar de fijarme en una de las modelos. Me recuerda mucho a alguien, pero no sé a quién. La sigo a través del objetivo de la cámara. Ese conjunto de ropa interior, esas medias de rejilla, ese collar de perlas cultivadas… De repente, en un flashback perfecto, me remonto a mi niñez y me veo a mí misma frente al escaparate de la lencería de la esquina de mi calle, observando ese mismo conjunto, esas mismas medias y esas mismas perlas sobre una maniquí. Aunque entonces estaba inmóvil y ahora no para de moverse, es la misma, no hay duda. Tengo que hablar con ella como sea, así que, al terminar la jornada de desfiles, la espero en la calle, junto a la puerta de salida del personal. Ahí viene.
-Hola.
-¡Ah! ¡Qué susto me has dado! ¿Quién eres tú?
-Lo sabes de sobra. ¿De dónde vienes? ¿De Venus, quizá?
-¿Cómo dices?
-Sé que me vigilas desde que era una niña. ¿Por qué has tardado tantos años en venir a buscarme?
-Perdona, pero no sé de qué me hablas, y además, tengo mucha prisa. Adiós.
Para evitar que se marche, la sujeto por el brazo.
-¡Eh, tú, loca! ¡Suéltame!
-Abdúceme.
-¿Qué?
-Llévame contigo, aquí no pinto nada… ¿Qué haces?
-Llamo a la policía, estoy harta de obsesos y desquiciadas como tú viniendo a molestarme después de cada pase. ¿Te vas, o marco el último número?
Por un momento, tengo dudas de que sea realmente ella. Si lo fuera y hubiera venido a por mí, no se mostraría tan hostil conmigo. Mientras lo pienso, me doy cuenta de que la estoy mirando fijamente.
-¿Policía? Estoy en la calle…
-¡No! –grito, mientras le arranco el teléfono de la mano y le doy al botón de colgar la llamada.
-¡Devuélvemelo ahora mismo, psicópata!
-Vale, pero dame tu número.
-¿Mi número?
-Sí, tengo que hacer una comprobación y no puedo dejar que te vayas sin estar segura de poder localizarte.
Después de pensárselo durante unos segundos, saca un boli de su bolso y garabatea un número sobre la palma de mi mano, muy nerviosa y enfadada.
-Aquí tienes mi teléfono, ¿contenta? Ahora, devuélveme mi móvil.
-Toma, y perdona.
-¡Déjame en paz!
Me quedo allí, de pie, viendo cómo se aleja calle abajo. Camina tan deprisa como sus tacones de vértigo le permiten. Al cabo de nada, se funde con la multitud. Sin perder tiempo, subo a un taxi y le pido que me lleve a mi antiguo barrio, donde vivía de pequeña. Desde que murió mi madre, hace ya diez años, no he vuelto a pisar esas calles. Durante el trayecto, tengo escalofríos y siento el corazón palpitándome en las sienes.
-Es por aquí, ¿no?, -pregunta el taxista.
-Sí… en esa esquina…. aquí… pare aquí. Tenga, quédese con el cambio.
El taxista debería haberme dejado justo enfrente de la lencería donde tantas veces había contemplado siendo niña a la maniquí que hoy se ha cruzado en mi vida, una de tantas alienígenas que me espiaban desde cualquier escaparate. Pero no, el lugar de aquel mágico establecimiento de ropa íntima femenina lo ocupa ahora un restaurante japonés. Me pongo loca de contenta.
-¡Lo sabía! ¡No está aquí porque estaba desfilando! Es ella, aunque no me haya reconocido. Es normal, yo era muy niña…
Saco el móvil del bolsillo de la chaqueta y marco el número escrito en la palma de mi mano. Tengo que convencerla de que soy esa niña, convertida en mujer, y de que estoy preparada para irme con ella a su galaxia. Está sonando…
-Pizzería Pisa, le atiende Manolo. ¿Es para un pedido a domicilio?
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