Lesbianarium 29: "Camino al Infierno"

Al abrir los ojos, lo primero que ve es un avión dando vueltas sobre su cabeza. Le sigue una estrella amarilla de cinco puntas, y después, un cohete. Las tres figuras giran en círculo, equidistantes, como persiguiéndose, pero sin darse nunca alcance, pendientes de finísimos hilos atados a una estructura ligera de madera que cuelga del techo de la habitación. “¿Qué coño es eso?” —se pregunta, mientras gira la cabeza a uno y otro lado para intentar ubicarse. No tiene noción del tiempo ni del espacio, no recuerda cómo ha llegado hasta aquí ni tiene la menor idea de por qué está en este lugar desconocido. Sólo sabe que se encuentra tumbada boca arriba en una cama enorme y mullida, adosada a la pared por un lado y protegida por barrotes de madera por el otro. Los barrotes son tan altos que, desde su perspectiva, le recuerdan vivamente a los rascacielos de Manhattan, que la dejaron boquiabierta y con un doloroso tortícolis, de tanto mirar hacia arriba, en el primer viaje a los Estados Unidos de América que hizo con Úrsula, su novia por aquel entonces. Piensa que, aunque supiera escalar, no podría llegar hasta la barandilla superior que une los barrotes, y al mirar al frente se da cuenta de que la cama continúa mucho más allá de sus pies y de que también tiene barrotes al final. Más que un catre, aquella estructura maciza y descomunal le parece un enorme campo de fútbol, o más bien una prisión, un inmenso campo de concentración donde ella es la única prisionera. Se siente tan diminuta como Alicia en el País de las Maravillas y piensa que tiene que escapar, pero, ¿cómo?
Resuelta a liberarse, decide levantarse para inspeccionar mejor el terreno y valorar sus posibilidades de huída, pero, al intentar ponerse en pie, le flaquean las fuerzas. Insiste, trata de incorporarse usando manos y pies, que no le responden, y su cuerpo vuelve a caer sobre el colchón una y otra vez hasta que, agotada por el esfuerzo, se queda tumbada de espaldas y empieza a gritar y a llorar, enfurecida, completamente fuera de sí, esperando que, tal vez, alguien acuda en su ayuda. A los pocos segundos, oye claramente una voz de mujer, tierna y serena, que se acerca, tratando de calmarla.
—¿Qué le ocurre a mi niña, a ver? ¿Por qué llora? No pasa nada, cariño, ya viene mami…
“¿Mami?” ¬—piensa— “¿Cómo que mami?”. Si antes no sabía a qué atenerse, ahora está completamente desconcertada, más aún al mirar hacia arriba y ver asomarse por encima de los barrotes la cara inmensa de una mujer guapa y joven. No le echa más de treinta años, sus ojos son claros como el mar, y su pelo, de un negro azabache. Antes de que pueda reaccionar, dos enormes brazos, como imponentes grúas de construcción, la levantan del suelo.
—Hola, guapísima. ¿Qué te pasa? ¿Es que no te gusta el móvil que te compró ayer papá? Pero si tiene una estrellita y todo…
—Señora, ¿qué hace? ¡Suélteme! —grita, pero se da cuenta de que su voz no es su voz sino un mero sollozo confuso. Mientras patalea para tratar de liberarse de las dos inmensas tenazas que la mantienen aferrada, siente cómo la mujer atrae su delicado cuerpecito hacia el suyo, colocándole la cabecita sobre su hombro y sujetándola con una mano en la espalda y otra en el pañal.
—¡Oiga, haga el favor de no tocarme el culo!, ¿me oye? Y bájeme inmediatamente, que me está entrando vértigo. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude, por favor!
A pesar de seguir pataleando y gritando, su llanto no hace más que confundir a la mujer.
—Ya, ya… Lorena, por favor, tranquilízate, todavía no te toca comer, niñita.
—¡No me llamo Lorena! Mi nombre es Patricia, Patricia Ortigosa Sánchez. Tengo treinta y ocho años y vivo en Valencia con mi novia Raquel. ¿Le ha quedado claro?
—¿No te habrás hecho caca otra vez, marrana? A ver, déjame oler ese culito…
—¡Que me deje ya, joder!
—No te muevas tanto, que te vas a caer, traviesilla… Hay que ver lo nerviosa que nos ha salido la niña, tiene razón el pediatra al llamarla “Lorenita la nerviosa”.
—Dígale al médico ese que se meta en sus cosas…
—Pues no, no se ha hecho caca ni pipí, el pañal está limpio… Entonces, ¿qué te pasa, ratoncita?
—¿Y si dejamos ya de hablar en diminutivo? ¿No le parece un poco ridículo, señora? —No hay manera, esta tía no me oye, y además, está como un cencerro.
—Yo creo que tiene hambre, voy a darle el pecho, aunque no sea su hora, a ver si come un poco y se calma.
La mujer se sienta en un sillón, al lado de la cuna, y mientras sujeta a Patricia con una mano, con la otra se desabrocha la blusa y el sujetador especial de lactancia para dejar a la vista su pecho izquierdo. Después, coloca a Patricia mirando hacia ella y la aproxima hacia su pezón, para alimentarla. Todavía sin entender de qué va aquello, Patricia se queda boquiabierta al observar el seno de la mujer tan de cerca, tan enorme e inconmensurable…
¬—¡Oh! Tiene usted una teta muy bonita, señora. ¿La otra es igual de hermosa? Espere… ¿qué hace?… no se acerque tanto, que no puedo… ¡mmmmfffff!
Con el pezón de la mujer en su boca, Patricia, desconcertada y con los ojos abiertos de par en par, no puede hacer otra cosa que agarrarse a la ubre con sus pequeñas manos y empezar a sorber. Aquel néctar le parece lo más delicioso que ha probado en su vida, un auténtico maná divino de una tibieza exquisita. A los pocos minutos, se siente tan llena y saciada que, sin quererlo, sus ojos se van cerrando poco a poco mientras nota que un hilillo de leche se escapa entre sus labios y se desliza hacia su barbilla. Sin previo aviso, siente cómo los brazos de la mujer vuelven a izarla para colocarle de nuevo la cabeza sobre su hombro. Ahora, una mano la sujeta por debajo del pañal, y la otra le da pequeños golpecitos en la espalda.
—Vamos, niñita, después de comer hay que eructar. Demuéstrale a mami que la toma ha ido bien, venga…
—¡Eeeeercgk! ¡Perdón, señora!
—Muy bien, cariñito. Ahora, un buen baño y a dormir otra vez.
Al colocarla boca arriba sobre el cambiador y retirarle el pañal, Patricia levanta un momento la cabeza para descubrir con horror que: a) no tiene pechos, y b) tampoco tiene vello púbico, y es ahora cuando se da cuenta de su situación.
—¡Dios mío, soy un bebé! ¡Soy un jodido bebé! ¿Qué ha pasado con mi vida? ¿Dónde está mi casa? ¿Qué ha sido de mi Raquel? ¿De verdad me llamo Lorena? ¿Por qué esta mujer es mi madre? ¿Y por qué, si soy un bebé, puedo pensar como una mujer? ¿Por qué sigo anclada en mi vida adulta?
Todo esto se pregunta Patricia mientras la mujer lava su pequeño cuerpo en una bañera para bebés instalada en la misma habitación, junto a la cuna con barrotes de madera adosada a la pared para mayor seguridad. Después del baño, la mujer le pone un pañal nuevo y le aplica loción Nenuco antes de devolverla a la cuna, donde los mismos brazos que antes la han levantado la dejan caer suavemente. Antes de irse, la mujer le da un beso en la frente, y Patricia no tarda en dejarse vencer por el sueño, mientras se repite una y otra vez: “¿dónde está mi vida? Que me devuelvan mi vida, por favor, esto es una pesadilla, quiero morirme antes que seguir así…”. De repente, una voz profunda la arranca de su sopor.
—Hola, Patricia.
Al abrir los ojos, sobresaltada, puede distinguir claramente a una mujer a los pies de su cuna. Lleva una túnica blanca, y su melena rubia le llega casi a la cintura.
—¿En qué quedamos? ¿Soy Patricia o soy Lorena? ¿Y quién eres tú?
—Tú te llamas Patricia, y yo soy Ángela.
—¿Ángela? ¿Qué Ángela? ¿Y qué es eso blanco que te asoma por ahí?
—Ah, eso… No te preocupes, son mis alas blancas, patrocinadas por Ausonia. Cada vez las hacen más grandes, y lo cierto es que van de coña para volar. Soy tu Ángela de la Guarda, Patricia.
—Sí, claro, y qué más… ¿Puedo despertarme ya de este estúpido sueño? Vamos, pellízcame, por favor.
—No es un sueño, Patricia, estás aquí porque tú lo pediste. Dijiste que no querías morir, que preferías reencarnarte. Pero, por lo que veo, has cambiado de opinión. Acabas de desear tu muerte, por eso estoy aquí.
Patricia, sin dejar de mirar fijamente a Ángela, empieza a recordar, por fin.
—Es cierto… Recuerdo una luz blanca que me atraía, pero yo no quise ir, no quería dejar sola a mi Raquel. Entonces, es verdad que estoy muerta…
—Bueno, ahora no, ahora eres un bebé de seis meses. ¿No estás contenta?
—¿Con una mujer sobándome todo el día y metiéndome la teta en la boca? Podría parecer que sí, que debería estar contenta, pero resulta que no, porque yo no estoy a la altura, ¿me comprendes? Así que, mejor no preguntes… Oye, Ángela, ¿y cómo morí?
—Te mató tu novia.
—¿Raquel? Pero, ¿qué dices? Mira, Ángela de pacotilla, no te permito que hables así de mi amada. Raquel nunca me haría daño. A ver si voy a tener que enfadarme de verdad contigo…
—Moriste de placer.
—¿Cómo que de placer? Nadie muere de placer, no seas ridícula…
—En pleno orgasmo.
—¿En serio? Ah… entonces… la cosa cambia… He muerto de placer, ¡qué guay! Es que mi Raquel es la mejor, siempre lo ha sido. Yo, en cambio, me he comportado como una cabrona dejándola sola, pobrecilla, ¿qué será de ella ahora?
—Tiene una nueva novia.
—¡Joder! ¿Tan rápido?
—Siempre le dijiste que, si a ti te ocurría algo, esperabas que ella siguiera adelante con su vida, ¿no?
—Sí, pero nunca imaginé que iba a hacerlo tan rápidamente… En fin, lo mismo da, mejor para ella. ¿Y ahora, qué? ¿Qué pasará conmigo?
—Depende de ti. Puedes quedarte aquí o volver a tu destino inicial, la muerte.
—Bueno, aquí ya sé lo que hay, de doce a catorce años de suplicio, según la edad a la que llegue a la pubertad, antes de poder empezar a pensar en el sexo. ¿Qué me espera allí?
—También depende de ti. Vamos, te lo mostraré.
Sin decir nada más, Ángela toma de la mano a Patricia, y en ese mismo instante, Patricia se siente tan ligera como el viento, mientras nota que empieza a elevarse de cuerpo y de espíritu por el simple contacto de Ángela. En milésimas de segundo, su habitación de bebé se transforma en un escenario completamente nuevo, un espacio etéreo, sin principio ni final, donde todo, absolutamente todo, es de un blanco inmaculado.
—Estamos en el Cielo, ¿verdad, Ángela? —pregunta Patricia.
—Exactamente. Si quieres, te das una vuelta por aquí y luego me cuentas cómo lo ves. Te espero en esa columna, junto a la tienda de liras y arpas.
Patricia, sin saber muy bien por dónde empezar ni qué dirección tomar, comienza a caminar sin rumbo fijo, cruzándose con todo tipo de personas a su paso, todas vestidas con túnicas blancas, muy anchas y vaporosas. Al cabo de unos minutos caminando, se da cuenta de que reina un silencio total, casi glacial, y de que, desde que ha llegado al Cielo, no ha hablado con nadie, aparte de Ángela. Decidida a entablar su primera conversación con los lugareños, se dirige a un grupo de hombres y mujeres que están recogiendo rosas blancas en un jardín de rosales y césped albinos.
—Hola —les dice, sin mucho interés, y para su sorpresa, su saludo no le es devuelto. En lugar de eso, una de las mujeres del grupo corre hacia ella con el dedo índice sobre sus labios, como mandándole callar.
—Pero… ¿qué pasa? —insiste Patricia—, ¿os ha comido la lengua un gato, o qué?
La mujer, que sigue sin hablar y parece contrariada por la insistencia de Patricia en utilizar la voz, saca una pequeña pizarra de debajo de su túnica, donde escribe un breve mensaje con una tiza.
“SILENCIO, INSENSATA, AQUÍ NO SE HABLA”. Y, acto seguido, le pasa la pizarra y la tiza a Patricia para que, si lo desea, se exprese por escrito. Pero Patricia, sorprendida por la reacción airada de la mujer y creyendo que se trata de una novatada, de una especie de bienvenida de mal gusto, sigue hablando todavía.
—Vamos, tía, no me jodas, ¿de qué va esto?
Sin inmutarse, pero con una intensa mirada de desaprobación en sus ojos, la mujer borra lo que había escrito antes y vuelve a llenar la pizarra.
“HE DICHO SILENCIO, EN EL CIELO NO SE HABLA, Y MUCHO MENOS AÚN SE BLASFEMA”.
Llegado este punto, Patricia arrebata los bártulos a la mujer con un punto de rabia contenida y escribe en la pizarra lo que habría preferido decirle de viva voz.
“ENTONCES, DE BEBER CERVEZA O DE FOLLAR, YA NI HABLAMOS, ¬—QUIERO DECIR ‘NI ESCRIBIMOS’—, ¿VERDAD?
Negando con la cabeza y con una actitud altiva, la mujer de túnica blanca vuelve con su grupo, dejando a Patricia sola, con la pizarra en una mano y la tiza en la otra. Y Patricia, que ya tiene clara su decisión, vuelve sobre sus pasos para encontrarse con Ángela.
—Ángela, sácame de aquí ahora mismo.
—¿No te gusta el Cielo?
—No es que no me guste, es que me parece un lugar horrible. Vámonos.
—Como quieras. Dame la mano, en un abrir y cerrar de ojos nos plantamos Abajo, pero, si no te importa, yo no voy a entrar, te esperaré a cincuenta metros de la entrada.
“Abajo” es el argot que utilizan los ángeles para referirse al Infierno, a cuyas puertas se halla ahora Patricia. Al contrario que “Arriba”, donde todo era blanco, aquí todo es rojo y negro. También al contrario que en el Cielo, donde ningún interno acudió a recibirla, aquí, en el Infierno, la espera una mujer junto a la puerta. Es alta, esbelta, de pelo corto y rubio y ojos claros. Viste traje pantalón con chaleco negro ceñido y corbata roja, y parece risueña.
—Tú debes ser Patricia —le dice.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Me han llamado diciéndome que bajabas.
—¿Quién te ha llamado?
—Mis contactos por ahí arriba, no te preocupes, todo está bien. ¿Quieres una copa, o algo de comer?
—Una cerveza, gracias… Y tú, ¿quién eres? Perdona, pero tu cara me suena.
—Soy Ellen, y mi show está a punto de empezar. ¿Vienes?
—¡Claro, eres Ellen! ¡Soy una gran admiradora tuya!
—Gracias, pero tendríamos que ir entrando, quedan pocos minutos para que suene la sintonía de inicio del programa.
—¿A quién has invitado hoy?
—A ti. Vamos, corre, que nos pilla el toro…
Casi a empujones, Ellen consigue que Patricia entre en el Infierno, un plató de televisión inmenso con gradas repletas de un público entregado y un set central con dos butacones, hacia donde se dirigen Ellen y Patricia. Mientras el regidor coloca el micrófono a Patricia y una estilista le da unos toques de maquillaje, la asistente personal de Ellen controla que su imagen esté perfecta. Al sentarse en uno de los sillones, medio cegada por los potentes focos, Patricia se acuerda de repente de Ángela. Todavía le debe una respuesta.
—Ellen, tengo que salir un momento, he olvidado hablar con alguien que está esperándome.
—¿Te refieres a Ángela? No te preocupes, ya he enviado a una compañera del equipo para decirle que no siga esperando, que te quedas aquí.
—¿Por qué estás tan segura, si ni yo misma sé si quiero quedarme?
—Porque a ti te va la diversión, lo dicen tus ojos, y aquí te divertirás como nunca, querida. ¿Todo a punto en realización? ¿Todo el mundo preparado? ¡Vamos allá!
Cuando el regidor inicia la cuenta atrás, Patricia siente que le tiemblan las rodillas y piensa que, afortunadamente, está sentada, porque si no, ya se habría desplomado.
—“Tres… dos… uno… ¡dentro!”
—Buenas noches, querido público, soy Ellen y os doy la bienvenida a mi show. Tenemos muchas sorpresas preparadas, pero hoy quiero empezar hablando con Patricia, nuestra primera invitada, quien nos desvelará algunos misterios de la vida y la muerte, ¿no es así, Patricia?
—Bueno… yo…
—¡Un fuerte aplauso para Patricia! Se lo merece, porque acaba de llegar de Arriba y, pese al cansancio del viaje, ha accedido muy amablemente a estar con nosotros esta noche para compartir sus experiencias paranormales. ¿Se puede morir de placer? ¿Qué se siente al volar de la mano de una Ángela con alas Ausonia? ¿A qué sabe la leche materna? Éstas y otras incógnitas, después de la publicidad. No os mováis, volvemos enseguida…

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