1982. Una capital de provincia española medianamente poblada. Un instituto cualquiera. Una chica de trece años llamada Bea. Lesbiana. No lo sabe, no quiere saberlo. Los demás sí lo saben y quieren hacérselo saber. Suena el timbre de entrada y Bea se dirige a su primera clase del día. Cuatro de tercero de B.U.P. le cierran el paso en el corredor principal. Son las de siempre, “las cuatro fantasmas”, como las llama Bea, cuando no la oyen, claro. Pero cada vez que se plantan en jarras frente a ella, la cosa cambia, porque le sacan tres años y un palmo de altura. La cabecilla, una rubia insufrible de pelo lacio vestida invariablemente de rosa, es siempre la primera en insultarla.
—¿De dónde has sacado ese jersey, Bea? ¿Del armario de tu abuela?
Y las demás le siguen el juego.
—¿Y esos zapatos? ¿Se los has pedido prestados a tu hermano?
—No se puede venir al instituto con esa pinta, Bea, ¿no lo comprendes?
—¿Por qué no te vas a casa y dejas el instituto para nosotras, las chicas guapas? Total, nadie se va a fijar en ti, ningún chico querrá “jugar” contigo.
Una vez más, Bea intenta defenderse como puede.
—Dejadme en paz, llego tarde a clase. Además, no me interesa jugar con ningún chico.
—Pues claro, eso la yo sabemos —se burla la cabecilla— tú eres más de jugar al comecoños, ¿verdad?
Y Bea, que no llega a comprender de qué va el juego, aunque ha oído hablar de él, responde por responder.
—Pues sí, me gusta el comecoños, ¿qué pasa?
—Claro, claro —afirma otra con sonrisa burlona¬. —Vámonos, chicas, dejemos que Bea haga su vida por el momento, sólo por el momento.
Después del ataque, las cuatro chicas siguen su camino hasta su aula, y Bea se queda temblando en medio del corredor. Siempre es lo mismo, un día tras otro, en el pasillo, en la hora del descanso, durante el almuerzo y otra vez por la tarde, entre clase y clase. Bea llega a su casa agotada, y no por el estudio, precisamente. Su madre le pregunta a menudo si le ocurre algo y le dice que le preocupan sus ojeras. Su padre le advierte que si alguien la molesta en el instituto debe decírselo, que él hablará con quien sea. Y Bea les responde que no se preocupen, que es ella quien tiene que apañárselas por su cuenta.
El sábado siguiente, por la mañana, Bea sube al autobús que va al centro. Una amiga suya, la única que tiene, le ha dado las señas de una tienda especializada en videojuegos. Al llegar, se para un momento frente al escaparate antes de entrar. Las campanillas de la puerta alertan al dependiente, que sale apresuradamente al mostrador desde la trastienda. Es un chico joven, de unos veinticinco años, regordete y con gafas de montura metálica dorada de formas redondeadas. La tienda es pequeña, muy pequeña, consta apenas de un mostrador de madera rodeado por estanterías repletas de videojuegos.
—¿Qué estás buscando? —pregunta el dependiente con amabilidad.
—¿Tenéis el Comecoños? —responde Bea con otra pregunta.
—¿El Comecoños? —repite el chico, tratando de sofocar una carcajada sonora, —querrás decir el Comecocos, ¿no?
Bea se siente desconcertada y un poco avergonzada ante su evidente metedura de pata.
—Bueno, lo que sea… ¿Lo tenéis?
—Por supuesto, este juego está causando furor por todas partes, aunque veo que tú no lo conoces demasiado. Ven, te enseñaré las claves básicas.
El dependiente acompaña a Bea hasta una esquina de la tienda, donde se levanta un pedestal con una terminal de pruebas para los videojuegos. El chico le muestra el funcionamiento mientras mueve el joystick frenéticamente y va comiendo puntos.
—¿Ves? —le explica— tú eres ese círculo amarillo que abre y cierra la boca y tienes que recorrer el laberinto comiéndote tantos puntos como puedas y evitando que te maten los cuatro fantasmas.
Bea no da crédito a sus ojos cuando se da cuenta de que en ese juego, como en el instituto, la persiguen cuatro fantasmas. Con gran excitación, se apresura a preguntar más detalles.
—¿Y cómo puedo librarme de los fantasmas?
—Comiéndote esos puntos más grandes de las esquinas, ¿los ves? Así, mira, acabo de comerme uno ahora mismo. ¿Ves como los fantasmas se han vuelto azules? Mientras se mantengan de este color, puedes ir a por ellos y comértelos, y así ganas muchos más puntos y puedes pasar a la siguiente pantalla. Pero ten cuidado, porque los fantasmas no se quedan azules durante mucho tiempo, y además, aunque te los tragues, tienen la facultad de regenerarse en su casa, esa casilla de ahí, ¿la ves?
Bea está extasiada ante un juego que le parece tan real como la vida misma, como su vida.
—Me lo llevo —sentencia, aún con la mirada fija en la pantalla y sin poder pestañear.
Durante el resto del fin de semana, Bea no sale de su habitación ni para comer, solamente abandona el juego durante breves instantes para ir al baño. En menos de cuarenta y ocho horas se ha convertido en una experta en Comecocos, y al lunes siguiente acude al instituto con una actitud nueva y su mochila bien cargada. La pandilla de las fantasmas no tarda en aparecer en corrillo alrededor de Bea, y la capitoste toma la palabra en primer lugar, como de costumbre.
—Buenos días, Bea. ¿Seguro que te has peinado hoy? Yo diría que no, viendo tu aspecto…
Pero hoy Bea no se calla, no se encierra en sí misma ni se resigna a aguantar el chaparrón de insultos. Muy al contrario, hoy Bea planta cara con decisión.
—¡Cállate! ¡Callaos todas! No sois más que cuatro fantasmas sin sentido ni personalidad arrastrando la sábana por los pasillos del instituto. Tengo más puntos que vosotras, ¿sabéis? ¡Muchos más! Terminaré el curso con una nota media de 9,5 sobre 10. ¿Con cuántos puntos acabaréis vosotras? No creo que lleguéis ni siquiera a 6. Sois tan lamentables que tenéis que meteros con alguien tres años menor que vosotras para sentiros importantes. Por suerte, el año que viene os perderé de vista y mi vida mejorará, pero la vuestra no, porque seguiréis siendo igual de lamentables.
Mientras habla, Bea saca un par de sprays de su mochila y, sin previo aviso, empieza a rociar indiscriminadamente a las cuatro chicas.
—¡Yo tengo el poder! ¡Sólo yo puedo pintaros de azul para comeros y acumular más puntos todavía! Y no importa cuántas veces consigáis limpiaros en vuestra casa, yo os pintaré de nuevo cada vez para volver a venceros… Y de ahora en adelante, chicas, ¡quiero que me llaméis La Comecoños!
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Que bonito, me ha gustado mucho. Esa sensación de liberarse y ser una misma, ignorar a los «incordios con piernas» que van por el mundo y ser feliz.
Un beso 🙂
Pues sí, hacer frente a los problemas es lo mejor que se puede hacer para librarse de ellos!
Saludos.
Carme